Últimamente he estado leyendo novela negra, policiaca o como se quiera llamar. Y, de paso, haciendo turismo. Comencé con la trilogía «Millenium», y tuve el placer de pasearme –unas veces con mi colega Mikael Blomkvist, y otras con mi admirada Lisbeth Salander–, por Estocolmo y alrededores.
Paisajes nórdicos que evoqué hace años con la lectura de «Congreso en Estocolmo», de José Luis Sampedro, y en los que, como atrapada por la corriente del Báltico, me zambullí también con las novelas más recientes de Henning Mankell y su personaje el inspector Kurt Wallander, y las de Camilla Lackberg, que en sus obras ha sembrado de crímenes el entorno del pequeño pueblo donde nació, Fjällbacka.
Tras mi periplo nórdico, he transitado por las callejas de Venecia, con los pies mojados y sintiendo el olor de los canales, leyendo «Acqua alta», de Donna Leon; me he dado una vuelta por algunas de las playas de Sicilia con «Ardores de agosto», de Andrea Camilleri, y, finalmente, he caminado por paisajes más cercanos y más vividos, con dos novelas de Domingo Villar que están arrasando en las librerías gallegas: «Ojos de agua» y «La playa de los ahogados».
La primera sitúa el escenario de un crimen en un apartamento del edificio de la isla viguesa de Toralla, de propiedad privada, a la que pude acceder gracias al inspector Leo Caldas. Y en la segunda aparece el cadáver de un marinero en la playa de A Madorra (Nigrán), lo cual implica constantes viajes entre Vigo y Nigrán en el coche policial, paseos entre el puerto pesquero, la playa y la lonja, alguna caminata por Monteferro…
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